Después de haber vivido en Estados Unidos y de sus aventuras en Asia (Japón y Sudeste asiático), Rufo Batalla parece que sienta la cabeza. Aunque más por obligación que por amor verdadero, se casa con Carol, hija de un matrimonio barcelonés con dinero y que le permite tener una vida sin problemas económicos. Llega el día de su boda y no ha vuelto a tener noticias del Príncipe Tukuulo ni de su esposa, Queen Isabella. Son los años ’80 y el mundo está a punto de cambiar después de varias décadas de Guerra Fría.
Transbordo en Moscú (Seix Barral, 2021) es la novela con la que Eduardo Mendoza (Premio Cervantes 2016) termina su trilogía de la segunda mitad del siglo XX. Desde la perspectiva de un joven periodista cuya vida cambiará para siempre al conocer al Príncipe el día de su boda en Palma de Mallorca, Mendoza pone en manos del lector una historia que por momentos tiene visos de comedia de enredo, pero que en realidad va mucho más allá.
Porque se trata más de una novela con mucha carga de reflexiones de cómo maduramos en la vida y de cómo podemos llegar a ser (o lo somos, en realidad) peones en un tablero de ajedrez de ideologías, economía y políticas frente a las que nada podemos hacer. En manos, sin saber cómo, de personas a medio camino entre la locura y los delirios de grandeza, y las reivindicaciones históricas legítimas.
Una vez casados, Rufo Batalla y Carol vivirán una vida de problemas matrimoniales, junto a sus dos hijos, Víctor y Óscar. Uniendo así a dos familias alejadas en lo económico: una más pobre, con la madre de Rufo al frente, y sus hermanos Anamari y Agustín (dramaturgo en Alemania); y la de Carol (Mimí y Víctor Escolá son sus padres), de la burguesía catalana. He ahí una de las partes más sociológicas de la novela Transbordo en Moscú, las diferencias de clases y estamentos sociales en una sociedad democrática, que dejó atrás el franquismo. Como también hay algunos visos de lo que serán en el futuro las reivindicaciones independentistas en Cataluña.
Con Transbordo en Moscú, Eduardo Mendoza prosigue la senda de las dos anteriores novelas de su trilogía del siglo XX, El Rey Recibe y El negociado del ying y el yang. Y lo hace profundizando en una idea general que engloba prácticamente la novela entera, en sus diversas tramas: la decadencia y el hundimiento. Porque esa idea de deterioro y de finales de etapas, de manera más o menos dramática o traumática, está presente en todos los aspectos de la novela. Desde la política internacional hasta los viejos amigos, que se marchan para no volver.
En lo geopolítico, después de la muerte de Franco, es verdad que Barcelona es una ciudad que va evolucionando hasta llegar a ser lo que será después de la celebración de los Juegos Olímpicos de 1992. Y también es verdad que España parece evolucionar, dejando atrás la dictadura y la casi involución del intento de Golpe de Estado del 23-F. Pero lo realmente definido en la novela es el fin del comunismo y de la URRS, que llegará finalmente con la caída del muro de Berlín en 1989.
¿Eso significará la llegada al trono de Livonia del Príncipe Tukuulo? ¿Y qué papel jugará Rufo Batalla en las desventuras principescas? Lo cierto es que esta trama, más allá de la vida personal del protagonista, le llevará a visitar París y Austria. Y, cómo no, esos viajes trastornarán la tranquilidad de Rufo, envuelto en los peligros que persiguen al Príncipe en su intento por tener el poder.
¿Qué pasará con esos países de la URSS cuando acabe cayendo el comunismo? ¿Ha sido todo una ilusión y no ha merecido la pena la lucha ideológica contra el capitalismo? ¿Hay más libertad en un mercado capitalista o en una economía centralizada sin propiedad privada? El debate marxista y leninista está servido entre los protagonistas de Transbordo en Moscú, incluido Rufo.
Eduardo Mendoza plantea una narración en primera persona con una historia mucho más seria de lo que hace en otras novelas a las que alude, de manera indirecta con una serie de pequeños detalles, en este final de su trilogía del siglo XX. ¿Cómo no acordarse, cuando la ciudad de Barcelona se prepara para la cita olímpica, de Sin noticias de Gurb cuando en esta novela el lector lee las palabras ‘Sin noticias de Carol’? Es imposible no hacerlo, el detalle de Mendoza está muy claro al escribir esas palabras exactas.
El estilo de Transbordo en Moscú es muy sobrio, más serio y de trasfondo ideológico que cómico, aunque haya momentos de comicidad en el comportamiento de Agustín y Greta (su pareja, actriz), por ejemplo, cuando conocen a la familia de Carol. Aunque, además del aspecto político, policial y detectivesco de la novela (Rufo Batalla tendrá que viajar para investigar como si fuera un detective privado por orden del staretz Porfirio, del séquito del Príncipe), destaca la cotidianidad de la vida matrimonial.
Y también hay que destacar que Mendoza se centra menos en describir cómo es la ciudad de Barcelona, más allá de las obras y construcciones de la Villa Olímpica. Y es una ciudad en la que ya no reina el caos y la violencia, como sucedía en libros de Eduardo Mendoza anteriores como La ciudad de los prodigios. Esa ciudad condal, tan protagonista de sus obras antecesoras, ahora ya no lo es tanto.
Transbordo en Moscú es una novela en gran parte melancólica, no llega a ser un drama, pero por la propia psicología de los personajes, porque todo aboca en realidad a que lo sea. Rufo Batalla no llega a ser un flaneur, no se desentiende de los problemas de la vida. Lo demuestra porque no ha parado de trabajar en toda su vida, porque no deja atrás a los viejos amigos (para eso viaja a Nueva York, para acudir al entierro de uno de ellos). Pero sí se le ve, como filosofía de vida, no terminar de tomarse las cosas demasiado en serio.
Eso no le librará de los peligros que entraña el desmembramiento de la URSS y la Perestroika de Gorbachov. Pero le hará vivir situaciones matrimoniales muy difíciles con más o menos tranquilidad. Rufo Batalla ha evolucionado con el paso de los años, se ha vuelto un hombre desengañado en unas cosas de la vida como la ideología política, como les pasa a muchos (jóvenes insurrectos, maduros resignados). Ya no es el joven inexperto que viajó a Palma de Mallorca para escribir sobre una boda. Ahora, él es quien concede entrevistas cuando se casa.
El final de la trilogía de la segunda mitad del siglo XX nos deja, con Transbordo en Moscú, un sabor de boca hasta cierto punto amargo. La trayectoria vital del protagonista y de sus seres queridos y conocidos, nos muestra que, en un momento u otro, todo llega a su fin. Que los muros se desvanecen como una ilusión, más endebles que un castillo de naipes. Que los amigos mueren y que la vida es una tragicomedia en la que un día, en una casa, un personaje entra por una puerta mientras otro sale al mismo tiempo por otra, y otro día te tienden una trampa en la que estás a punto de morir mientras investigas a un muerto anónimo envuelto en una trama internacional.