reseña de la novela Tokio estación de Ueno de Miri Yu

Reseña de la novela ‘Tokio, estación de Ueno’, de Yū Miri

El espíritu de Kazu deambula por la estación de Ueno, en Tokio, ubicada en en el parque Ueno Onshi-Koen (Parque del Obsequio Imperial Ueno). Lugar que marca toda su vida y muerte, allí ve a todo tipo de personas que viven alejadas de la realidad que él mismo vivió: los vagabundos viviendo en la máxima pobreza, abandonados, obligados a irse del parque empaquetando sus pertenencias cuando la Familia Imperial visita el parque. Él fue uno de esos vagabundos, uno de los empleados que construyó las instalaciones para los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964 y que ve cómo se repetirá lo mismo para las Olimpiadas de 2020.

Tokio, estación de Ueno (Impedimenta, 2022), es una novela de la escritora surcoreana Yū Miri ganadora del National Book Award 2020 que narra la vida de Kazu y los paralelismos no sólo entre las olimpiadas, sino las grandes diferencias sociales que lo separan de los Emperadores de Japón. Nacido en la región de Fukushima el mismo día de 1933 (año 7 de la era Shôwa) que el Emperador Akihito, su hijo Köichi nació el mismo día que el hijo del propio emperador. Pero la fortuna parece no sonreír a los pobres, y las vidas imperiales serán totalmente opuestas a las de la familia de Kazu (casado con Setsuko, tiene otra hija llamada Yôko).

Kazu procede de una familia budista de emigrantes y durante toda su vida no hizo más que trabajar, hasta el punto de que apenas tuvo tiempo de estar con su familia, una de las grandes reflexiones de esta novela que toca las fibras sensibles de la sociedad japonesa: las diferencias entre clases sociales, la pobreza, el odio a los vagabundos y entre ellos, la soledad de los ancianos y el trauma provocado por desastres como el accidente nuclear de Fukushima el 11 de marzo de 2011. Hasta el punto de de que la novela de Miri Y no trata solo de un espíritu perdido, sino de la Humanidad perdida.

Porque en Tokio, estación de Ueno, la autora narra al detalle el dolor de la pobreza y el dolor de una familia. El protagonista de la novela ha trabajado desde muy joven para ganarse la vida y tratar de mantener a una familia a la que apenas ve. Y con el paso los años, no se recupera el tiempo perdido ni los abrazos no dados. Son como una ráfaga de viento, que te golpea de lleno y te das cuenta de que toda ha pasado ya, de que ese tiempo no se puede recuperar ni girar hacia atrás las manecillas del reloj de una manera mágica. Desaparece, como se siente desaparecer Kazu y como desaparecen, al instante, los protagonistas de novelas como Baila, baila, baila, de Haruki Murakami.

Yū Miri sobrecoge con los mensajes directos e indirectos de esta novela, un homenaje a generaciones de personas como Kazu, dolientes en vida arrastrados por la pobreza y condenados por sus congéneres y por la propia naturaleza, que parece que nunca golpea a los ricos. Los desastres naturales, cuando se producen, parece que sólo afectan a las clases más pobres, como si el dinero fuese capaz de comprar la benevolencia de la furia del planeta. Esos pobres que venden latas vacías en un parque de Tokio mientras la Familia Imperial no ande cerca, alejando dos mundos completamente diferentes, aislándolos el uno del otro.

Esas injusticias divinas o humanas, que cada uno se quede con la versión que quiera, queden recogidas a la perfección en la novela de Yū, que hizo una profunda investigación social antes de escribir este libro. Porque la literatura también puede servir para eso: para ser un escalpelo que sane heridas o, si no es capaz de ello, al menos ser una bola de cristal que nos muestra qué pasa en nuestro entorno, en esos mundos tan alejados (no nos engañemos, cada uno vivimos en nuestro propio mundo aislados del mundo de los demás, por muy cercanos que estén).

Narrada en primera persona, Tokio, estación de Ueno nos sumerge en las profundidades de un alma en pena que, por cosas del destino y de la exquisita prosa de la escritora, se ve envuelto en paralelismos bellos y trágicos, como los paisajes que dejan los cerezos en flor en Japón: porque así es la vida, así somos los seres humanos y así es la naturaleza, bella y trágica por igual. ¿Por qué dos personas nacidas el mismo día del mismo año y con un hijo varón nacido el mismo día del mismo año se ven «condenados» a vivir vidas tan diferentes? Un día sientes felicidad por el futuro y al día siguiente no paras de escuchar cánticos budistas que hicieron que tus antepasados fueran tachados como tristes y llorones cuando llegaron a unas tierras en las que lo único que querían era ganarse la vida de manera humilde y honesta.

Un día naces en una región que, de repente, se verá devastada por un accidente nuclear que marcará la vida de varias generaciones de japoneses, como ya lo hiciera la II Guerra Mundial (es imposible comprender la historia moderna de Japón sin la palabra nuclear). Y, al mismo tiempo, en otra familia, un hombre nace con el futuro escrito de manera opuesta. Un día llegas a una estación de tren con el futuro lleno de ilusiones y otro día no paras de escuchar un ruido que no eres capaz de quitarte de la cabeza, que te persigue, que te atrae de manera irremediable a un final inevitable. Como si tu vida fuera un libro que alguien ha escrito, con un principio y un final trágicos de los que no puedes escapar.

Tokio, estación de Ueno, es un libro que debe remover conciencias al leerlo, por su sensibilidad, por su crudeza, por su belleza, por su dolor. El dolor que provoca saber que incluir en el nombre de tu hijo un ideograma que lo une al hijo del Emperador de Japón no es garantía de nada bueno, más que de tener la ilusión de que los hijos tengan una vida más sencilla y mejor que la de sus padres. El dolor que provocan las pérdidas que van llenando de lágrimas los vasos, como las gotas de lluvia cayendo una a una de las hojas de los árboles y precipitándose a un suelo donde serán pisoteadas.

Las estaciones de trenes son lugares habitualmente de tránsito, donde casi exactamente todos los días, las mismas personas van y vienen a los mismos sitios: de casa al trabajo y del trabajo a casa; de casa a la universidad y de la universidad a casa; y, por qué, de casa al trabajo, del trabajo a casa de un amante y de esa casa de nuevo al hogar. El ruido de los trenes, el traqueteo de su interior, acoge en su interior a personas que no se conocen, que solo se ven y que, en algunos instantes, cruzan sus miradas en momentos efímeros. Y ese mismo ruido puede penetrar en el cerebro de algunas personas, incapaces de escapar a él. Como son incapaces de escapar a sus vidas, a sus tragedias, al destino escrito en su piel.

Tokio, estación de Ueno, es una gran novela de Yū Miri, un ejemplo de cómo es un buen ejercicio de oxigenación mental no cerrarnos a la literatura de otras culturas. La magia de dejarnos envolver por una novela debe traspasar las novelas que son las más vendidas para enriquecernos aún más. Para vivir otras sensibilidades, para respirar otros aromas, para sentir otras tragedias, para escuchar otras llamadas de auxilio de una Humanidad de contrastes, de vidas tangentes que nunca se unirán, de espíritus que tocan los cerezos en flor y nos cuentan una historia que merece ser leída y conocida. Porque cualquiera de nosotros, de un día para otro, podemos ser ese espíritu vagando en un parque sin saber quiénes fuimos, cómo fuimos y si eso importa o le importó a alguien, incluso a nosotros mismos.

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