Sophie Fanshawe le envía una carta a un hombre pidiendo verle porque un amigo de la infancia del protagonista narrador de la historia, Fanshawe, ha desaparecido. El protagonista recuerda entonces su amistad de la infancia, ese amigo al que emulaba y odiaba al mismo tiempo, y decide ver a su esposa para hablar con ella.
Este es el arranque de La habitación cerrada (1986), con la que Paul Auster cierra La trilogía de Nueva York (Ciudad de Cristal y Fantasmas son la primera y segunda parte de las que ya se han publicado sendas reseñas anteriormente), una historia que se narra en primera persona y que cerrará el círculo.
El protagonista, anónimo durante toda la novela, conocerá al día siguiente a Sophie Fanshawe y pronto se enamorará de ella perdidamente mientras lleva a cabo la misión que su amigo de la infancia, que ha desaparecido dejándola a ella con su hijo pequeño, Ben, le encomienda: si pasado un año él mismo no entrega a algún editor todas las obras que ha escrito, lo haría ella.
Y Sophie, que previamente contrató los servicios del detective privado Daniel Quinn para encontrar a su marido, sin lograrlo, se las da a nuestro protagonista, que conoce de primera mano la historia de su viejo amigo: su paso por un petrolero, su vida en París, su trabajo de negro para un escritor… en un ejercicio de mezcla de realidad y ficción, novela con tintes autobiográficos del propio Auster, que decide darle a uno de sus personajes no solo su nombre (como hizo en Ciudad de cristal), sino parte de su vida.
Desde ese momento comienza una nueva vida para el narrador, que es crítico literario y goza de cierto prestigio en la ciudad de Nueva York. Una vida en la que disfrutará de la vida en pareja, sumamente erótica y sexual en sus inicios, con Sophie. Pero en la que también irá tomando conciencia poco a poco de todos los problemas que conllevará la publicación y el éxito de ese genio desconocido que era Fanshawe.
«Ahora me parece que Fanshawe siempre estuvo allí», es la primera frase de La habitación cerrada. Un recuerdo, el de su amigo, que nunca se fue del todo, a pesar del distanciamiento de los años. Y que de repente, años después, tornará en obsesión, en no poder arrancar de su pensamiento la figura de su amigo, sus recuerdos, sus momentos juntos, tanto en prostíbulos donde perdieron la virginidad, como en ese cementerio en el que Fanshawe se mete en silencio en una tumba y al llegar los dos a casa, de noche, descubren que el padre de Fanshawe ha muerto.
Con referencias literarias a R.L. Stevenson, Herman Melville, Peter Freuden, Edgar Allan Poe o al Quijote de Miguel de Cervantes, esta novela corta es la cumbre, el cenit de la trilogía, en la que se aclararán puntos del pasado, pero con esas aclaraciones, al mismo tiempo, el lector se hará muchas más preguntas. El juego metaliterario de Auster llega a su fin en este thriller obsesivo, así opina quien escribe esta reseña de la novela ‘La habitación cerrada‘.
Porque el protagonista siempre ha estado obsesionado con Fanshawe, aunque hayan pasado los años, realmente siempre estuvo allí. Vivo o muerto. O desaparecido. Con su muro de hierro que impedía a cualquiera, incluso a su propia madre, Jane Fanshawe, penetrar en su corazón, en su pensamiento, en su alma. Un niño distinto a los demás, lo que altera sobremanera a su madre, que siente que no le quiere, en una nueva dimensión de relación madre-hijo que aparece en esta tercera parte, y que, al hacerse mayor, busca ser uno como todos los demás en un carguero viajando por el mundo.
Pero Fanshawe no es como los demás, nadie anodino que se pierde entre las masas puede dejar una huella tan fuerte en el cerebro de una persona. Hasta el punto de que el protagonista, que acepta escribir una biografía de Fanshawe, decide investigar toda su vida hasta dar con su verdadero paradero, viajando incluso a París, viviendo en la misma casa retirada del sur de Francia donde estuvo Fanshawe. Y se convierte así de crítico literario en detective privado, como lo fue Daniel Quinn en Ciudad de cristal.
La habitación cerrada gustará a los lectores que se hubiesen enganchado previamente a Ciudad de cristal y a Fantasmas, en una pirueta final que prosigue la línea de narrar historias solitarias en una gran ciudad como Nueva York, en una ambientación gris, solitaria, perversa y en ciertos puntos pervertida, muy sexual y directa, descarnada. Pero también la más dulce del mundo desayunando con su hijo una mañana en la cocina de casa.
Pero la vida de un lector, y sus lecturas en soledad, esto es cierto, no volverán a ser lo mismo después de leer La trilogía de Nueva York. Mejor en su primera y tercera parte que en la segunda, más profundo, más dura y seca. Porque la lectura no es solo entretenimiento, no es solo juntar letras y palabras para llegar a agradar a las masas. También puede y debe ser un golpe en el estómago, una manera de hacer que el lector se quede con el libro entre las manos una vez leído y hacerle volver a releer pasajes que le hayan dejado pensativo.
La trilogía de Nueva York es una de estas obras. Quizás no es agradable de leer, quizás no es sencilla, ni sigue una estructura clásica, ni usa un lenguaje recatado, algo en común con El guardián entre el centeno de J.D. Salinger (con pasajes similares de jóvenes yendo a un prostíbulo, aunque con diferentes resultados). Seguramente a muchos lectores no les gustará encontrarse con un hombre mirando cómo una prostituta se limpia la vagina (usando otra palabra para nombrar a esta parte del cuerpo femenino) mientras otras dos le practican sexo oral (usando, igualmente, otras palabras).
Eso poco importa cuando el resultado es una serie de novelas que van más allá del puro entretenimiento o de una lectura para pasar el rato. La vida, la muerte, la soledad, los juegos de identidades, los tintes autobiográficos que va dejando Auster en las tres obras, como pistas de su alma desnuda ante el lector o como una forma de intrigarle, la profundidad del pensamiento literario, filosófico y vital que impregna esta trilogía, es simplemente fabuloso.
Está ahí. Sólo hay que atreverse a leerlo.