Azul es un detective privado que vive en Nueva York y que recibe un encargo por parte de Blanco: vigilar a Negro. Para ello le alquila un piso enfrente del de Negro, facilitándoles así la tarea. Desde su posición, día y noche puede ver lo que hace el vigilado en su piso y pone en práctica todo lo que le enseñó su mentor y segundo padre, Castaño.
De esta forma comienza la novela corta ‘Fantasmas‘ (1986), segunda parte de ‘La trilogía de Nueva York‘ (Anagrama, 1897, colección Panorama de narrativas), una obra en la que prosiguen las historias de detectives en la que se mezcla la propia narración con los temas de la soledad, la muerte, la metaliteratura o las relaciones paterno-filiales.
Azul, en su proceso de vigilancia, anotará para la redacción de sus informes semanales que Negro no para de escribir. Le vigila atentamente con una idea conspirativa rondando siempre su cabeza, acerca de los verdaderos motivos por los que Blanco le ha encomendado este trabajo. Y sobre la propia identidad de Blanco y del propio Negro.
Los juegos de identidades, confusiones, dobles sentidos y apariencias que engañan, vuelven a ‘Fantasmas‘, como ya lo estuvieron en ‘Ciudad de cristal‘, con una diferencia: en el caso de ‘Fantasmas‘, el lector tardará más tiempo en cogerle el gusto a la novela que en el primero.
Una vez que lo haga, tendrá ante sus ojos y entres sus manos una novela negra no muy extensa, pero profundamente reflexiva. O que, al menos, debe hacer que se reflexione. Sobre la soledad, sí, y hasta qué punto la sufre Azul. Un detective que sospecha sobre las verdaderas intenciones de quien le contrata, y que termina hasta sintiendo compasión y cercanía por Negro.
Una cercanía que hace que antes de que Negro dé un paso, actúe, ya sepa lo que va a hacer. Como en las relaciones de pareja, en las que los dos miembros tienen una complicidad tal que con solo una mirada, se lo dicen todo. Pero como en cualquier relación (amistad, sentimental, familiar, etc.), Azul siente por momentos que Negro y él se están alejando. Y siente temor, mucho temor.
Las calles y altos edificios de Nueva York albergan a cientos de miles, millones de personas, que caminan cada día en busca de la felicidad o de suicidarse en el puente de Brooklyn. En busca de un puesto de trabajo o de la calidez del hogar bajo las nevadas que asolan las ciudad. Pero entre tanta gente se esconden seres solitarios que recuerdan las historias que les contaban sus padres cuando eran niños y paseaban por sus calles, como Azul.
La infancia que no volverá, los fantasmas que nos rodean por doquier, ya sean conocidos, hombres y mujeres a los que hemos amado y querido, que han muerto y que nunca volverán, o desconocidos pero famosos, como los escritores americanos a los que Negro menciona en sus conversaciones con Azul, en esos momentos en los que el detective de Auster, como en ‘Ciudad de cristal‘, habla directamente con el vigilado.
Escritores como Walt Whitman, Henry David Thoreau o Nathaniel Hawthorne, a los que el novelista nacido en Newark (New Yersey, Estados Unidos) rinde homenaje en ‘Fantasmas‘, como ya lo hiciera con otros como Miguel de Cervantes en la primera parte de esta trilogía.
Y del mismo modo, la metaliteratura juegan un papel importante en esta segunda parte. En la primera se jugaba con las cuatro identidades de Cide Hamete Benengeli y Auster como narrador aseguraba escribir la obra siguiendo el cuaderno rojo en el que Daniel Quinn hacía sus anotaciones. Y en esta segunda el narrador afirma que si Azul hubiera leído con paciencia ‘Walden‘ de Thoreau, habría llegado a conocer y comprender todo lo relativo al caso en el que estaba inmerso.
Literatura, soledad, Nueva York, detectives privados y padres que se han ido, son algunos de los temas comunes de estas dos primeras parte de la trilogía. Padres de verdad, con los que se comparte ADN, sangre de la misma sangre, pero también padres que se tienen, maestros que te enseñan un oficio, como Castaño. Pero esos padres a veces fallan a sus hijos.
Sin embargo, en ‘Fantasmas‘ el detective Azul, doblemente huérfano, siente de manera muy distinta la soledad de la orfandad: desespera por volver a coger la mano de su padre y oír las historias que le contaba de niño, y se siente fuerte para ser él mismo y no rendirle cuentas a nadie, porque es ya su propio jefe, cuando Castaño no acude en su auxilio.
Paul Auster vuelve a dar una lección de buena literatura con esta segunda novela, que no por corta es mala. Irónica, sí, porque se presenta una realidad gris en un mundo de colores (personajes y lugares, como la calle Naranja, se llaman como colores, aunque otros mantienen su denominación real, como el puente de Brooklyn). Y no es una lectura fácil o simple, no es un libro para pasar el rato. Es más profundo que eso.
Escribir, como le dice Negro a Azul (en una conversación en la que Azul está disfrazado de un vagabundo llamado Jimmy Rosa y que a Negro le recuerda a Whitman) que escribir es una actividad solitaria. Y leer, en gran medida, si se quiere leer con calma, también lo es. Así que el lector debe conseguir ‘Fantasmas‘ y leerla en soledad.