Ignatius J. Reilly, un joven de 30 años, está esperando a su madre afuera de unos almacenes de la ciudad de Nueva Orleans, donde un policía, el patrullero Mancuso, intenta detenerle. Antes de que lo consiga, se monta un revuelo, aparece la madre de Ignatius, Irene Reilly, y el policía finalmente se lleva detenido a un anciano, Claude Robichaux, que acusa a Mancuso de ser comunista.
‘La conjura de los necios‘ (Anagrama, 1992 en la edición leída por quien escribe esta reseña) es la novela escrita por John Kennedy Toole publicada de forma póstuma en 1980 y que consiguió el Premio Pulitzer 1981. Una obra maestra de la literatura que conocemos gracias al empeño que puso la madre del fallecido escritor (causa de la muerte: suicidio), que peleó hasta que consiguió ver la novela publicada. Una madre que parece ser totalmente opuesta a la madre de esta novela, Irene Reilly.
El personaje principal de la obra es Ignatius J. Reilly, un joven que vive con su madre en una casa caótica y tóxica, con amenazas mutuas. Lo hace recluido la mayor parte del tiempo en su habitación, donde huye del trabajo y está centrado en escribir una obra que denuncia la falta de moral del presente y en la que tiene a Boecio como su autor preferido, su autor de cabecera.
El joven Ignatius es alto, muy gordo, con barba, que derrama la comida y la bebida (su preferido es Dr. Nuts) por su extenso bigote, que se relame siempre que tiene ocasión. Y dice sufrir trastornos en su válvula pilórica, lo que le provoca unos terribles gases que salen de su boca en forma de eructos. Y exabruptos son también los que salen de su boca, en forma de insultos tan divertidos (mongólico y subnormal son dos de sus preferidos) que es imposible que el lector no se ría.
Aunque sea políticamente incorrecto, el lector se reirá, y mucho, con ‘La conjura de los necios‘, una novela muy bien escrita, divertida, ácida, que muestra una tremenda relación de amor-odio entre Ignatius e Irene Reilly (sobre todo cuando ella habla por teléfono con su amiga Santa Battaglia y sale con ella y con Mancuso a jugar a los bolos y empieza a verse con el anciano señor Robichaux) y con mucha profundidad filosófica y política, en la que tenemos situaciones que podemos definir como surrealismo lógico o como lógica surrealista. Y se dan tanto si aparece Ignatius en escena como si no.
Porque la fantasía y el delirio están también en el prostíbulo Noche de Alegría, regentado por la que según Ignatius es la nazi de Lana Lee, con el negro Jones como chico para todo cobrando un salario muy por debajo del mínimo, y con la joven Darlene, una chica por la que es imposible no sentir lástima. Como igualmente cómicas son las situaciones de La conjura de los necios en las que se ve envuelto el patrullero Mancuso, obligado a detener a alguien disfrazándose y escondiéndose en los lavabos de la estación de autobuses de Nueva Orleans.
Esta ciudad es la que alberga los distintos negocios en los que Ignatius J. Reilly trabajará, desde la fábrica Levy Pants, cuyo dueño, Gus Levy, prefiere pasarse por allí lo más mínimo para no tener que ver ni al señor González, una especie de jefe de administración, ni a la anciana señorita Trixie, a la que la mujer del dueño, la señora Levy, quiere que se tenga en la empresa sin jubilarse para experimentar psicológicamente con ella.
En esta fábrica, con la parte administrativa totalmente separada de la parte en la que los obreros negros trabajan, Ignatius hará de las suyas. Como lo hará mientras pasee por las calles de Nueva Orleans, como las del depravado Barrio Francés, llevando un carro de salchichas de la pequeña empresa del señor Clyde, que contratará a Ignatius sin saber las nefastas condiciones que tendrá contratar a este genio egocéntrico, narcisista, odioso y recluido que quiere cambiar el mundo a pesar de que los necios se lo quieran impedir.
Y como en toda buena novela, Ignatius J. Reilly tiene su alter ego, su contrincante intelectual, personificada en la joven Myrna Minkoff, excompañera en la universidad, que vive en la ciudad de Nueva York y a la que Ignatius insulta una y otra vez mientras lee las cartas que la joven le escribe. Cartas en las que realiza el mejor análisis psicológico que podemos tener de este enorme personaje literario, siempre vistiendo sus pantalones de tweed y su gorra verde de cazador.
‘La conjura de los necios‘ es una novela coral en la que todo empieza y acaba en la genialidad o locura de Ignatius J. Reilly, uno de esos personajes literarios que tantas buenas dosis de inspiración ha provocado, de esos que es imposible olvidar, de los que no sabes cómo sacarte de la cabeza. ¿Amar u odiar a Ignatius? Esa es la pregunta. ¿Es un genio contra el que se conjuran los necios, o es un ser antisocial que hay que encerrar para que no provoque el caos allá por donde vaya?
Pues la verdad es que una de cal y una de arena, no se puede pensar otra cosa después de leer esta novela, muy bien trazada, con piezas que van uniéndose poco a poco en un puzzle en cuyo centro de interés está el joven Ignatius: un chico que no sale del nido y al que hay que amar tanto como odiar. Odiar porque es un ser repulsivo y asqueroso que no deja de eructar y creerse el centro del universo, que responde con insultos a las verdades que le dice a la cara, en forma de carta, Myrna Minkoff.
Y amar porque hay que reconocer que es un personaje dual tremendamente bien construido por John Kennedy Toole. ¿Cómo no amar a un ser humano que intenta crear un partido político que, con métodos absolutamente estrafalarios y uniéndose a un grupo de mariquitas histriónicos, quiere conseguir la paz mundial gracias a un plan tan genial como demente?
En definitiva, en esta reseña de ‘La conjura de los necios‘ cabe decir todo y muy bueno acerca de esta novela, en la que la filosofía, la política, la denuncia social, la caza de brujas con la que se persiguió a los comunistas o sospechosos de serlo, los derechos civiles y laborales, la prostitución, la depravación y la pornografía, la demencia, los necios y el gran Ignatius J. Reilly están mezclados tan bien que no leer esta novela es un delito que debería ser penado con cárcel, previa detención por parte el pobre patrullero Mancuso, héroe y villano a partes iguales.